Como ya dije antes, cuando una mente rígida establece un juicio acerca de algo o alguien permanece anclada o apegada al mismo de manera obstinada, sin realizar ajustes sustanciales aunque la experiencia le demuestre lo contrario. En cierto sentido nos enamoramos de nuestras creencias. No sólo creemos a pies juntillas en nuestros esquemas sino que, como todo animal de costumbres, creamos lazos afectivos y nos encariñamos con lo viejo.42 Un amigo mío ama profundamente su apartamento, que es lo más parecido a una pocilga. Él no atiende a razones (tampoco las tiene): simplemente ama su espacio de manera incondicional, como si lo atara a él un vínculo genético.
Recuerdo que, en cierta ocasión, me llamaron del colegio donde estudiaba una de mis hijas porque continuamente desaparecían lápices en su aula; y ella era una de las «sospechosas» de robarlos. Lo primero que pensé cuando me lo comentaron fue que mi hija no era una ladrona y que ese colegio era una porquería. Por aquel entonces, mi hija tenía ocho años y yo era bastante sobreprotector. Me presenté ante el director y demás profesores con una marcada indignación de padre maltratado, sin haber hablado siquiera con mi hija. Al ver mi exaltación y mi actitud defensiva, una psicóloga me preguntó: «¿Usted está totalmente seguro de que su hija no ha robado los lápices? ¿Pondría las manos en el fuego? ¿Diría que es absolutamente imposible?». Mi respuesta fue categórica y dogmática: «Sí, estoy totalmente seguro, pondría las manos en el fuego y es absolutamente imposible.»