Los geólogos andaban persiguiendo los restos de una pequeña mina de cobre que se había llamado Cortadera, que había sido y ya no era, y que no estaba en el mapa ni en ninguno de los lugares donde ellos la buscaban.
En el pueblo de Cerrillos, alguien les dijo:
—Eso, nadie sabe. El viejo Honorio, quién sabe si sabe.
Don Honorio, vencido por el vino y los achaques, los recibió echado en el catre. Les costó convencerlo. Al cabo de unas cuantas horas y tragos y cigarrillos y dinero, que sí, que no, que ya veremos, aceptó acompañarlos al día siguiente.
Agobiado emprendió la marcha don Honorio, a tropezones, y a duras penas trepó las primeras lomas y atravesó el río seco. Pero a medida que iba recorriendo huellas, viajando a lo largo de la quebrada y a lo largo del tiempo, se le fue afirmando el paso. Poquito a poco, el cuerpo doblado se le enderezó.