Había un joven llamado David que era muy atractivo e inteligente. Había nacido en el seno de una familia acaudalada y tenía todo lo que necesitaba para triunfar, pero no disfrutaba de la vida, no era capaz de ser feliz. Tenía muchos problemas con sus padres, hermanos y hermanas, al no saber comunicarse con ellos. Como era muy egoísta, siempre culpaba a su padre y su madre, así como a su hermana y hermanos de su infelicidad. Sufría mucho, pero no era desdichado porque todo el mundo le odiara o quisiera castigarlo, sino porque no era capaz de amar ni de comprender a los demás. Los amigos sólo le duraban unos pocos días, ya que no tardaban en abandonarle al ser una persona tan difícil de tratar. Era muy arrogante, egocéntrico y carecía de comprensión y compasión.
Un día fue a un templo budista de la ciudad, no para escuchar enseñanzas sobre el Dharma, ya que no le interesaban, sino con la esperanza de hacer una nueva amistad porque necesitaba desesperadamente un amigo. Hasta entonces no había podido conservar ninguna amistad. Era rico y atractivo, y mucha gente estaba interesada en conocerle, pero todas las nuevas amistades que hacía le abandonaban al cabo de poco tiempo.
Aquella mañana se dirigió al templo porque vivir sin ningún amigo se había convertido para él en un infierno. Estaba ansioso por tener un amigo o un compañero, aunque no fuera capaz de conservarlo. Y cuando llegó al templo se cruzó con un grupo de gente que salía de él, y en el que se encontraba una joven muy hermosa. La imagen de esta joven le conmovió tanto que le dejó sin habla y se enamoró de ella. Perdió el interés por entrar en el templo y se dio la vuelta para seguir a aquel grupo. Pero, por desgracia, otro grupo de gente se interpuso y la multitud le cerró el paso. Cuando David consiguió salir del templo, el grupo y la bella joven habían desaparecido.