Hay otro sendero unos metros a mi derecha. Alguien con quien me encontré me hizo notar su presencia, corre paralelo a éste pero está bastante mas arriba. Parece si me tomara el trabajo de llegar hasta allí podría ver algunas cosas que desde donde estoy no se alcanzan a distinguir (siempre se ve mas allá desde un lugar mas alto). Me doy cuenta de que escalar no sería una tarea fácil y que aun después de llegar, caminando a esa altura podrá caerme y lastimarme. También me doy cuenta de que no estoy obligado a hacerlo.
Sin embargo me invaden dos emociones, por un lado me frena la sensación del absurdo esfuerzo inútil, ya que mirándolo desde aquí parecería que los dos caminos llegan al mismo lugar, por otro me anima, misteriosamente, la intuición de que solo lograré completarme si me atrevo a transitar el camino elevado. ¿Qué hacer?.
Desde hace mas de medio siglo la sociedad parece estar enseñando que la pareja es necesariamente una especie de antesala del matrimonio, éste un pasaporte a la familia y aquélla la garantía del hospedaje eterno (hasta que la muerte los separe) en una especie de sofisticado centro de reclusión al que deberíamos ansiar entrar como si fuera la suprema liberación.
El mecanismo propuesto opera así: Uno escoge una pareja, se pone de novio, acuerda una fecha de casamiento, participa de la tal ceremonia e ingresa con su cónyuge en una especie de prisión llamada con cierta ironía el “nidito de amor”. Llegados ahí, uno le echa el primer vistazo sincero al compañero de cuarto. Si le agrada lo que se ve, se queda allí. Si no es así, empieza a planear su escape de prisión para salir a buscar otra pareja, rogando tener mejor suerte o reclamando ayuda para aprender a elegir mejor.