-Anoche soñé que era niño -le contó Joe a Al-, y que tenía un pase gratis para todas las atracciones de Disneylandia. ¡Qué bien me lo pasé, oye! No tuve que elegirlas. Me subí en todas.
-Es curioso -dijo su amigo-. Yo también tuve un sueño muy vivido anoche. Soñé que una rubia guapísima llamaba a mi puerta y que me deseaba ardientemente. Justo cuando empezábamos a entrar en faena llegó otra visita, una morena que estaba buenísima y también quería acostarse conmigo.
-¡Vaya! -exclamó Joe-. ¡Me habría encantado estar allí! ¿Por qué no me llamaste?
-Te llamé -respondió Al-. Y tu madre me dijo que estabas en Disneylandia.
Tu destino sólo puede encontrarte de una manera: cuando floreces interiormente, como la existencia quería que fueses. A menos que encuentres tu espontaneidad, a menos que encuentres tu elemento, no puedes ser feliz. Y si no puedes ser feliz, no puedes ser meditativo.
¿Por qué surge en la mente de las personas la idea de que la meditación da la felicidad? En realidad, siempre que han encontrado a alguien feliz han encontrado una mente meditativa: las dos cosas van asociadas. Siempre que han encontrado a una persona en un entorno hermoso, de meditación, siempre han visto que esa persona era inmensamente feliz, resplandeciente de dicha, radiante. Lo asocian. La gente piensa que la felicidad llega cuando meditas.
Pues es justo al revés: la meditación llega cuando eres feliz. Pero ser feliz resulta difícil y aprender a meditar, fácil. Ser feliz supone un cambio drástico en tu modo de vida, un cambio brusco, porque no hay tiempo que perder. Un cambio repentino, una ruptura, una ruptura con el pasado. Un trueno y de repente se acabaron las antiguas costumbres; empiezas de nuevo, desde el principio. Comienzas tu vida de nuevo como lo habrías hecho si no te hubieran impuesto esa forma de vida tus padres, la sociedad, el Estado; como habrías hecho, como deberías haber hecho, si nadie te hubiera distraído. Pero te distrajiste.