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jueves, 17 de febrero de 2022

ILUSION


Había una vez un campesino gordo y feo
que se había enamorado (¿cuándo no?)
de una princesa hermosa y rubia...

Un día, la princesa - vaya a saber por qué -,
le dió un beso al feo y gordo campesino...
y mágicamente éste se transformó
en un esbelto y apuesto príncipe
(por lo menos así lo veía ella...)
(por lo menos... así se sentía él.)



Extracto del libro:
Cuentos para pensar
Jorge Bucay
Fotografía de Internet

lunes, 14 de febrero de 2022

CARTA DE UN ASESINO CONFESO


Sr. Dr. Joaquín María Ayanack
Calle Gualeguaychú 431
Capital Federal
S / M

Estimado Sr.:

Ante que nada, debo decirle que Ud. no me conoce, por lo menos, no en el sentido vulgar de conocer, esto es, como yo lo conozco a Ud.

Quiero decir, yo sí tengo agendado su nombre y su domicilio. Yo sé su edad, sus gustos, el lugar donde va de vacaciones, la marca del auto que usa. Conozco el nombre de su esposa, el de sus hijos y hasta el de su perro cocker ("Pongo" ¿verdad?). Me interrumpe pensar que quizás todos estos datos lo inquieten un poco.

Como todos los que transitan por espacios de poder, tiene Ud. también sus aspectos paranoides. Me lo imagino preguntándose "¿Cómo sabes estas cosas de mí?", "¿Dónde consiguió este dato?".

... Para evitar que se siga angustiando con estos planteos, me apuro en contestarle que no hay dato tan secreto que un poco de dinero y mucho tiempo no sean capaces de conseguir... Y la verdad, es que no me falta ni esto ni aquello. (A veces, me parece que lo que hace que Dios sea omnipotente no es el poder, sino la paciencia infinita que da la inmortalidad. Nosotros, los humanos, en cambio, nos enfrentamos con ese grado de urgencia a la que nos obliga la forzosa conciencia de nuestra finitud.).

Eso sí, para llevar adelante una investigación seria, hace falta adosarle a la paciencia un poco de inteligencia y, obviamente, una cantidad de interés por lo investigado proporcional a la dificultad.
(Porque además, sin interés es imposible aguzar la inteligencia)...

Quizás fuera justo empezar por contarle cuándo empezó mi interés por Ud.

Es muy probable que no lo recuerde - ya que han pasado muchos años - pero el caso es que un día, exactamente el jueves 23 de Julio de 1991, pasadas las 2 de la tarde (dos y cuarto precisamente), Ud. transitaba con su BMW gris por la calle Avellaneda, en Flores. Había llovido por la tarde y las calles estaban encharcadas como siempre. Al llegar a la esquina de Artigas, dobló a la izquierda a toda velocidad y enfiló por Artigas hacia Gaona, dejando que el auto se desplazara un poco de cola, como a Ud. le gusta doblar. Justo ahí, a metros de Avellaneda, hay un bache. Ud. lo conocía, sabía de ese bache, porque se arrimó al cordón derecho para esquivarlo, (¿se acuerda?)... Al hacerlo, claro, salpicó al viejito que intentaba cruzar aprovechando que el semáforo cortaba el tráfico de Artigas. Lo salpicó de arriba a abajo, desde las rodillas hasta el sombrero.

Ud. lo vió, yo sé que lo vió.

Y misteriosamente, contra todo lo esperado, Dr. ¡Ud. no paró...! Y no sólo no paró, sinó que además (y esto fue lo más significativo), hizo un gesto... un gesto que debe haber durado tres o cuatro segundos, no más... un gesto de desprecio, un rictus de fastidio, unos milímetros de torcedura en su boca... al que siguió un leve, levísimo encogimiento de hombros que dijeron, clara y fugazmente, todo lo que hacía falta saber de su lectura del episodio.

Ese día yo me dije - ¡Qué mal tipo! -.

Conviene que yo le aclare algo de mí: No soy un prejuicioso. No tengo nada contra los autos importados, ni contra sus poseedores. También soy, creo, comprensivo y tolerante, así que después pensé que tal vez, me había equivocado y su actitud no había sido tal, o quizás, esa actitud suya había sido excepcional.

Una excepción a la regla que media su vida, un mal momento, un error, un exabrupto...

Ojalá lo entienda, Dr., para alguien como yo, que no comprende de aproximaciones, ni de medias tintas, las cosas son o no son, y la única manera de saber si Ud. era o no un bastardo, era investigándolo, investigándolo seriamente...

Así que... ¡eso es lo que hice!.

Durante los últimos cinco años me dediqué a saber sobre Ud. para poder ratificar o rectificar, esa horrible primera impresión que su actitud me causó.

Y aquí estoy, Dr. Ayanack, la investigación ha terminado, o mejor dicho, lo hallado es más que suficiente para una conclusión: Ud. es aún más despreciable que lo que yo pude pensar en 1991. 

... El 24 de Julio, al día siguiente del incidente, a la una y media de la tarde, me paré en la misma esquina de Artigas y Avellaneda a esperarlo pasar, apoyándome en la presunción de que Ud., como yo, no cambia sus rutas cotidianas (Siempre me sorprendió esta odiosa manía que tenemos los humanos de rigidizar nuestra conducta de hábitos: comemos siempre lo mismo, nos vestimos del mismo color, veraneamos en la misma ciudad, consumimos la misma marca de cigarrillos, y por supuesto, recorremos las mismas calles de la ciudad para ir de un lugar a otro).

Ud. no es una excepción, así que a las 2 y 14', volvió a doblar con su BMW por Artigas hacia Gaona y esquivó el bache de Artigas arrimándose al cordón de la mano derecha.

Ese día no había agua, ni viejito cruzando, no hubo gesto ni nada que me distrajera de tomar su número de patente: B-2153412.

El lunes siguiente decidí no trabajar y dedicarle a la investigación el día completo, así que tomé mi auto, lo estacioné sobre Artigas y otra vez, esperé su paso. A la hora de siempre, el auto importado gris dobló y comencé a seguirlo: Juan B. Justo, Warnes, Serrano, Santa Fé, Gurruchaga. Confieso que me fastidió un poco verlo estacionar entre los lugares reservados para la Comisaría de la esquina de Santa Fé y Gurruchaga. Por un momento lo imaginé comisario o algo así. Pero no, Ud. ni siquiera entró en la comisaría. Pasó frente a la puerta y el agente de guardia lo saludó con la venia. Desde mi auto lo vi caminar por Santa Fé hacia Canning unos 20 o 30 mts. y entrar en un edificio. En ese momento el agente de guardia hizo sonar el silbato haciendo señas para que avanzara.

¿Por qué, Dr., Ud. puede estacionar su auto en un lugar reservado para la comisaría y yo tuve que ir a buscar un lugar donde estacionar, cosa difícil, por cierto, en esa zona?.

¿Por qué, Dr., nos hemos transformado en un compendio de oscuros privilegios concedidos o usurpados que benefician a unos a expensas de todos los otros?.

¿Cómo es que el hecho de tener una profesión como la de comisario, o subcomisario, permite hacer suyo un pedazo de ciudad para guardar un auto, y encima concede el poder de trasladar ese don a otros?.

Porque Ud., Dr., no trabaja en la comisaría. Ud. es... "amigo del comisario", ¿Da eso derecho a unos metros cuadrados de cuadra en la ciudad?, ¿Cuánto cuesta esa dádiva, Dr.? ¿Un "favorcito"?, ¿unos "pesos"?, ¿una concesión compensadora "non sancta"?.

Mascullando palabrotas contra Ud., la policía, la municipalidad y el sistema; estacioné y caminé las dos cuadras de vuelta hacia Santa Fé.

Sobre el fin de la tarde ya sabía lo que necesitaba para empezar mi investigación. Sabía su nombre, la dirección de su oficina, su profesión (Abogado Penalista), y su horario de atención lunes, miércoles, jueves y viernes de 14 a 18.

Hasta el momento en que entré en su oficina, confieso que aún tenía dudas sobre mis presunciones. Tanto el episodio de Flores como el "privilegio" del estacionamiento frente a la comisaría no me alcanzaban... Pero cuando su secretaria Mirta (la rubia, la que tiene dos hijos y vive en Liniers), me dió cita con Ud. para el lunes siguiente a las 14 hs., me dí cuenta de su falta de respeto a los demás. Porque su secretaria sigue sus indicaciones Dr., y Ud. y yo sabemos que no puede llegar a las 14 hs. si a las 14.15... ¡dobla por Artigas, en Flores!.

¿Qué se supone que hace la persona que fue citada a las 14 hs., entre las 2 de la tarde y las 3 menos cuarto en que Ud. llega?, ¿Qué hace con su problema legal, con su ansiedad y con su angustia?. No sabe qué hace, ¿verdad, Dr.?. No lo sabe ni le importa un rábano... Que espere.

El otro... que espere.

Confieso, Dr., que mi opinión sobre los penalistas nunca fue maravillosa. Siempre pensé que las personas deberían tener alguna imagen de sí mismos relacionada con la profesión que después eligen.

No puede ser casual que casi todos los médicos sean hipocondríacos, casi todos los economistas sean tramposos, y que no existan abogados confiables. Muchos meses de mi investigación los dediqué a estudiar psicología. Fue un intento de llegar a entenderlo a Ud. y sus mecanismos. No entraba en mi cabeza que un individuo que se dedicaba a la justicia, tuviera una idea tan poco aceptable de la moral y de lo justo. Aprendí, entonces, algo que se llama "formación reactiva! (un supuesto mecanismo mediante el cual uno actúa para intentar cambiar el signo de la acción que sigue a un deseo censurable...)

La psicología sería mucho más benévola con Ud. que yo, Dr. Para la ciencia, Ud. "sublima sus pulsiones" con su profesión. Lo cual así enunciado hasta parece ennoblecedor. No, Dr.. No hay ningún mecanismo reactivo que justifique, por ejemplo, que Ud. haya conseguido que su cliente, Fuentes Orbide, saliera en libertad incriminando al cuñado y socio de él. Ud. sabía que el otro era inocente. Ud. sabía que su presentación y planteo de defensa terminaría cambiando el lugar, en la cárcel, de su cliente por el de su víctima. Y sin embargo, lo hizo igual. Ud. no defendía la justicia, Dr. Ni siquiera a su cliente.

Ud. defendió su bolsillo, su renombre, su interés personal.

Dos semanas después de que el pobre socio de su cliente fuera detenido, alguien le comentó sobre el caso, en un pasillo de tribunales.

El comentario era un pseudo-reproche por haberlo "mandado preso"...

¿Recuerda su respuesta, Dr.? Sus palabras resuenan en mi cabeza como si hubiera estado allí escuchando: Ud. dijo: "Bueno, che, si no puede pagarse un buen abogado que se joda!".

Nada de justificación reactiva para Ud., Dr.

Nada de interpretación de sublimación para las actitudes de la más baja calaña.

¿Es que vamos a echarle la culpa a sus pulsiones por esa repulsiva escala de valores con que Ud. maneja sus relaciones interpersonales?

¿Vamos ahora a interpretar como "fobia a la pobreza" esa actitud del restaurante de la calle Alvear en aquel mediodía de septiembre...?

Déjeme que lo ayude a recordar...

Fue hace más o menos dos años, Ud. almorzaba con María Elena, su amante, en el restaurante de Alvear, así que debía ser martes (Mucho tiempo me llevó entender que los martes eran los días dedicados a su amante). Yo los miraba sentado en una mesa no demasiada lejana, como tantas otras veces. Aquel día, mientras comíamos, entró un chico de unos diez años vendiendo rosas por las mesas. Nadie lo había visto, ni los mozos, ni María Elena, ni yo... y de pronto Ud. gritó: "Mozo!" Y el camarero que lo atiende siempre (y que le teme tanto como lo odia), se acercó rápidamente. Entonces, Ud. hizo que el mozo echara al chico a empujones a la calle.

La psicología tendrá muchas explicaciones para estas canalladas, pero yo sólo tengo una, Ud. es un canalla Dr., tan canalla que no merece vivir.

Pensará Ud.: ¿Y a éste, qué le importa?. Me importa, Dr., me importa mucho...

Me importa porque yo soy aquel viejito que Ud. salpicó en Artigas y Gaona hace cinco años. Me importa porque también soy el tipo que tiene que caminar dos cuadras todos los días porque no puede estacionar en Gurruchaga y Santa Fé. Me importa porque soy su esposa, Dr., que quisiera almorzar con Ud. alguna vez, y porque, de alguna manera, también soy su amante, que quisiera no almorzar con Ud. algún martes. Me importa porque soy el preso inocente que paga en la cárcel por lo que no hizo. Me importar porque, de muchas maneras, yo soy el pibe que intenta vender las flores en el restaurante de la calle Alvear...

Los psicólogos me han enseñado mucho sobre los mecanismos de la mente, así que debo admitir, por fin, aunque me duela, que me importa porque seguramente, yo soy tan canalla como Ud., doctor.

Yo soy tan corrupto, tan soberbio, tan agresivo, tan interesado, tan egoísta, tan humillante, tan autoritario y tan despreciable como Ud.

En los últimos años, Dr., he llegado a pensar, por momentos, que Ud. no era más que una parte mía. Una horrible parte mía, con vida independiente, que muestra lo peor de mí, en cada una de sus actitudes.

Creo que fue a partir de esas ideas de "encarnaciones", "identificaciones" y "escisiones de la personalidad", que me di cuenta de que Ud. no sólo no merecía vivir, sino que, además, debía morir.

Sí. Morir!... ¿Pero morir cómo?.

¿Quién sabe?.

¿Cuál sería la forma más justa?. ¿Accidente?. ¿Infarto?. ¿Suicidio?. No lo sé.

La más honesta, sin dudas, sería, lisa y llanamente, el asesinato:

Esto es, que alguien, finalmente, decidiera matar por lo que Ud. tan arquetípicamente representa del resto de nosotros.

¿Entiende Ud. el porqué de mi carta Dr.?

No le escribo para que se arrepienta...

Le escribo para informarle (porque creo que le concierne), que he decidido matarle.

Por supuesto - yo lo sé - Ud. pensará en tomar sus recaudos:

Guardias, armas, guardaespaldas, sistemas de alarma, custodia en su casa, investigación de todo su personal, etc. etc.

Pero... ¿Cuánto tiempo se puede sostener todo eso?...

¿Cinco años me llevó juntar la información que me permita sentenciarlo con justicia!... puedo esperar cinco, diez o veinte para cumplir la ejecución... En algún momento la custodia se afloja, la precaución se olvida, los detalles se descuidan... y en ese momento, Dr. Ayanack, yo estaré esperándolo.

Puede que alguien duda (quizás Ud. mismo), si este aviso de asesinato es real...

Si yo mismo soy real...

¿Cómo saber, por ejemplo, que esto no es una especia de acto culposo inconsciente de su parte?. En un psicologismo salvaje, alguien podría preguntarse si esta no es una carta dirigida por Ud. a sí mismo para autoreprocharse sus miserables acciones.

En contra de esta postura está mi idea de que Ud. es absolutamente incapáz de sentir culpa.

Lo creo un amoral, en el explícito sentido de la palabra.

Aunque... hay, a favor de esta posibilidad, un dato inquietante. Cómo la policía podrá comprobar... esta carta fue escrita en su máquina de escribir, esa que está en su escritorio, en la casa de Floresta. El papel es el mismo que Ud. usa y salió de su cajón del escritorio. Si consideramos el tiempo que lleva tipear esta carta, llegaríamos a la conclusión de que la única persona que podría haberla escrito sin despertar sospechas es... Ud. mismo, Dr.

Este pequeño misterio final que toma nuestra historia me encanta porque le concede un toque de policial que me fascina. Voy a guardarme el secreto de cómo lo hice, como para poder volver a escribirle si apareciera algo más para decirle.

Por ahora, me despido de Ud., no sin antes permitirme hacerle un pedido:

Cuídese, Dr. Ayanack, cuídese!!!. No me gustaría que por un tonto descuido, un accidente real transformara en inútil todo mi trabajo.

J.M.A



Extracto del libro:
Cuentos para pensar
Jorge Bucay
Fotografía de Internet

miércoles, 2 de febrero de 2022

LA TRISTEZA Y LA FURIA


En un reino encantado donde los hombres nunca pueden llegar, o quizás donde 
los hombres transitan eternamente sin darse cuenta...

En un reino mágico, donde las cosas no tangibles, se vuelven concretas...

Había una vez...

Un estanque maravilloso.

Era una laguna de agua cristalina y pura donde nadaban peces de todos los colores existentes y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente...

Hasta ese estanque mágico y transparente se acercaron a bañarse haciéndose mutua compañía, la tristeza y la furia.

Las dos se quitaron sus vestimentas y desnudas las dos, entraron al estanque.

La furia, apurada (como siempre está la furia), urgida - sin saber por qué - se baño rápidamente y más rápidamente aún, salió del agua...

Pero la furia es ciega, o por lo menos, no distingue claramente la realidad, así que, desnuda y apurada, se puso, al salir, la primera ropa que encontró...

Y sucedió que esa ropa no era la suya, sino la de la tristeza...

Y así vestida de tristeza, la furia se fue.

Muy calma, y muy serena, dispuesta como siempre, a quedarse en el lugar donde está, la tristeza terminó su baño y sin ningún apuro (o mejor dicho sin conciencia del paso del tiempo), con pereza y lentamente, salió del estanque.

En la orilla se encontró con que su ropa ya no estaba.

Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo, así que se puso la única ropa que había junto al estanque, la ropa de la furia.

Cuentan que desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si nos damos el tiempo de mirar bien, encontramos que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad... está escondida la tristeza.



Extracto del libro:
Cuentos para pensar
Jorge Bucay
Fotografía de Internet

jueves, 20 de enero de 2022

PEQUEÑA HISTORIA AUTOBIOGRAFICA


Había una vez un señor que vivía como lo que era:

una persona común y corriente.

Un buen día, misteriosamente, notó que la gente empezó a halagarlo diciéndole lo alto que era:

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

Al principio esto lo sorprendió, así que, durante unos días, notó que se miraba de reojo al pasar frente a los escaparates de los negocios y en los espejos de los subterráneos...

Pero el hombre siempre se veía igual, ni tan alto ni tan bajo...

Él trató de restarle importancia, pero cuando después de unas semanas, notó que tres de cada cuatro personas lo miraban desde abajo, empezó a interesarse en el fenómeno.

El señor compró un metro para medirse. Lo hizo con método y minuciosidad, y después de varias mediciones y rechequeos, confirmó que su estatura era la de siempre.

Los otros seguían admirándolo.

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

El hombre empezó a pasar largas horas delante del espejo mirándose. Trataba de confirmar si era realmente más alto que antes.

No había caso: él se veía normal, ni tan alto ni tan bajo.

No contento con eso, decidió marcar, con una tiza en la pared, el punto más alto de su cabeza (tendría así una referencia confiable de su evolución).

La gente insistía en decirle:

- Qué alto que estás.
- Cómo has crecido...
- Te envidio la altura que tenés.

... y se inclinaban para mirarlo desde abajo.

Pasaron los días.

Varias veces el hombre volvió a marcar con tiza la pared, pero su marca estaba siempre a la misma altura.

El hombre empezó a creer que se estaban burlando de él, así que, cada vez que alguien le hablaba sobre alturas, éste cambiaba de tema, lo insultaba o simplemente se iba sin decir una palabra.

De nada sirvió... la cosa seguía.

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

El hombre era muy racional y todo esto, pensó, debía tener una explicación.

Tanta admiración recibía y era tan lindo recibirla que el hombre deseó que fuera cierto...

Y un día se le ocurrió que quizás... sus ojos lo engañaban.

El podría haber crecido hasta ser un gigante y por algún conjuro o hechizo, ser el único que no lo podía ver...

- Eso! Eso debía ser lo que estaba pasando!

Montado en esta idea, el señor empezó a vivir, desde entonces, un tiempo glorioso.

Disfrutaba de las frases y las miradas de los otros.

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

Había dejado de sentir ese complejo de impostor que tan mal lo tenía.

Un día sucedió el milagro.

Se paró frente al espejo y realmente le pareció que había crecido.

Todo empezaba a aclararse. El hechizo había terminado, ahora él también podía verse más alto.

Se acostumbró a pararse más erguido.

Caminaba tirando la cabeza para atrás.

Usaba ropa que lo hacía más estilizado y se compró varios pares de zapatos con plataformas.

El hombre empezó a mirar a los otros desde arriba.

Los mensajes de los demás se transformaron en asombro y admiración.

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

El señor pasó del placer a la vanidad y de ésta a la soberbia sin solución de continuidad.

Ya no discutía con quien le decía que era alto, más bien avalaba su comentario e inventaba algún consejo sobre cómo crecer rápidamente.

Así pasó el tiempo, hasta que día... se cruzó con el enano.

El señor vanidoso se apuró a pararse a su lado, imaginando anticipadamente sus comentarios, se sentía más alto que nunca...

Pero, para su sorpresa, el enano permaneció en silencio.

El señor vanidoso carraspeó, pero el enano no pareció registrarlo. Y aunque se estiró y estiró hasta casi desarticular su cuello, el enano se mantuvo impasible.

Cuando ya no pudo más, le susurró:

- ¿No te sorprende mi gran altura? ¿No me ves gigantesco?

El enano lo miró de arriba abajo, lo volvió a mirar y con escepticismo dijo:

- Mire, desde mi altura todos son gigantes y la verdad es que desde aquí, Ud. no me parece más gigante que otros.

El señor vanidoso lo miró despectivamente y como único comentario le gritó:

- ¡Enano!

Volvió a su casa, corrió hacia el gran espejo de la sala y se paró frente a él...

No se vio tan alto como esa mañana.
Se paró junto a las marcas en la pared.
Marcó con una tiza su altura, y la marca...
se superpuso a todas las anteriores!...

Tomó el metro y temblorosamente se midió, confirmando lo que ya sabía:

No había crecido ni un milímetro...
Nunca había crecido ni un milímetro...

Por primera vez en mucho tiempo volvió a verse uno más, uno igual a todos los otros.

Volvió a sentirse de su altura: ni alto ni bajo.

¿Qué iba a hacer ahora cuando se encontrara con los demás?

Ahora él sabía que no era más alto que nadie.

El señor lloró.
Se metió en la cama y creyó que no iba a salir nunca más de su casa.
Estaba muy avergonzado de su verdadera altura.
Miró por la ventana y vio a la gente de su barrio caminar frente a su casa.
Estaba muy avergonzado de su verdadera altura.
Miró por la ventana y vio a la gente de su barrio caminar frente a su casa...
... todos le parecían tan altos!!!
Asustado volvió a correr para ponerse frente al espejo de la sala, esta vez para comprobar si no se había achicado.
No. Su altura parecía la de siempre...

Y entonces comprendió...

Cada uno ve a los demás mirándolos desde arriba o desde abajo.

Cada uno ve a los altos o a los bajos según su propia posición en el mundo, según su limitación, según su costumbre, según su deseo, según su necesidad...

El hombre sonrió y salió a la calle.

Se sentía tan liviano que casi flotaba por la vereda.

El señor se encontró con cientos de otros que lo encontraron gigante y algunos otros que lo vieron insignificante, pero ninguno de ellos consiguió inquietarlo.

Ahora él sabía que era uno más.
Uno más...
Como todos...




Extracto del libro:
Cuentos para pensar
Jorge Bucay
Fotografía de Internet

sábado, 15 de enero de 2022

QUIERO


Ésta, mi propuesta sobre las relaciones interpersonales, fue publicada 
originalmente dentro del prólogo de la tercera reedición de Cartas para Claudia en 
1989...


Quiero que me oigas, sin juzgarme.
Quiero que opines, sin aconsejarme.
Quiero que confíes en mi, sin exigirme.
Quiero que me ayudes, sin intentar decidir por mi
Quiero que me cuides, sin anularme.

Quiero que me mires, sin proyectar tus cosas en mi.
Quiero que me abraces, sin asfixiarme.
Quiero que me animes, sin empujarme.
Quiero que me sostengas, sin hacerte cargo de
mi.

Quiero que me protejas, sin mentiras.
Quiero que te acerques, sin invadirme.
Quiero que conozcas las cosas mías que más te disgusten,
que las aceptes y no pretendas cambiarlas.

Quiero que sepas, que hoy,
hoy podés contar conmigo.
Sin condiciones.



Extracto del libro:
Cuentos para pensar
Jorge Bucay
Fotografía de Internet

viernes, 7 de enero de 2022

CUENTO SIN U


Caminaba distraídamente por el camino y de pronto lo vio.

Allí estaba el imponente espejo de mano, al costado del sendero, como esperándolo.

Se acercó, lo alzó y se miró en él.

Se vio bien.

No se vio tan joven, pero los años habían sido bondadosos con él.

Sin embargo, había algo desagradable en la imagen de sí mismo.

Cierta rigidez en los gestos lo conectaba con los aspectos más agrios de la propia historia:

La bronca,
                  el desprecio, 
                                         la agresión,
                                                            el abandono,
                                                                                   la soledad.

Sintió la tentación de llevárselo, pero rápidamente desechó esa idea.

Ya había bastantes cosas desagradables en el planeta para cargar con otra más.

Decidió irse y olvidar para siempre ese camino y ese espejo insolente.

Caminó por horas tratando de vencer la tentación de volver atrás hacia el espejo. Ese misterioso objeto lo atraía como los imanes a los metales.

Resistió y aceleró el paso.

Tarareaba canciones infantiles para no pensar en esa imagen horrible de sí mismo.

Corriendo, llegó a la casa donde había vivido desde siempre, se metió vestido en la cama y se tapó la cabeza con las sábanas.

Ya no veía el exterior, ni el sendero, ni el espejo, ni la imagen de él mismo reflejada en el espejo; pero no podía evitar la memoria de esa imagen:

la del resentimiento,
la del dolor,
la de la soledad,
la del desamor,
la del miedo,
la del menosprecio.

Había ciertas cosas indecibles e impensables...

... Pero él sabía donde había empezado todo esto.
Empezó esa tarde, hacía treinta y tantos años...
El niño estaba tendido, llorando frente al lago el dolor del maltrato de otros.

Esa tarde, el niño decidió borrar, para siempre, la letra del alfabeto.

Esa letra.
Esa.
La letra necesaria para nombrar al otro si está presente.
La letra imprescindible para hablarle a los demás, al dirigirles la palabra.

Sin manera de nombrarlos dejarían de ser deseados...
y entonces no habría motivo para sentirlos necesarios...
y sin motivo ni forma de invocarlos,
se sentiría, por fin, libre...

EPÍLOGO:
Escribiendo sin "U"
puedo hablar hasta el cansancio de mí,
de lo mío, del yo,
de lo que tengo,
de lo que me pertenece...

Hasta puedo escribir de él,
de ellos
y de los otros.

Pero sin "U"
no puedo hablar de ustedes,
del tú,
de lo vuestro.

No puedo hablar de lo suyo,
de lo tuyo,
ni siquiera de lo nuestro.

Así me pasa...
A veces pierdo la "U"...
y dejo de poder hablarte,
pensarte, amarte, decirte.

Sin "U", yo me quedo pero tú desapareces...
Y sin poder nombrarte,
¿cómo podría disfrutarte?.

Como en el cuento... si tú no existes,
me condeno a ver lo peor de mí mismo
reflejándose eternamente,
en el mismo
mismísimo
estúpido
espejo.



Extracto del libro:
Cuentos para pensar
Jorge Bucay
Fotografía de Internet
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