A la orilla de la soledad, en el último rancho del pueblo de Aguas Dulces, vivía don Toribio. Una noche lo despertaron unos golpecitos en la puerta. Don Toribio abrió. Y después contó, en el bar del Beco:
—Lindo el Bicho. Luminoso. Tenía alas de plumas o pétalos. No me dio tiempo ni a preguntar qué se le ofrece. Señalando al cielo, así, el Bicho me dijo: «Nos vemos allá arriba». Y se voló.
La clientela, muda. Acodado en el mostrador, el Beco preguntó, en un ataque de locuacidad:
—¿Y?
Don Toribio se encogió de hombros:
—Irme, no puedo. Yo tengo mucho qué hacer aquí abajo.
Y siguió en el vino.
Pasaron los días. Eran largas las noches del invierno en aquellos médanos. Noche tras noche, el público acudía al bar del Beco, y don Toribio repetía, palabra más, palabra menos, la historia de la visitación.
Supongo que el Bicho se ha de haber cansado de esperar en las alturas, porque poco después se le dio por venir a la tierra, día y noche, un día sí y otra noche también. Ya don Toribio hablaba solo. No había quien no tuviera su propia historia que contar, nunca hubo tanto tema en el pueblo:
—Yo lo vi —juraba uno, con los dedos en cruz sobre los labios, y lo describía sin alitas y con caparazón de tatú, agazapado entre las rocas. Roncando, amenazando.
—Estaba ahí —decía otro, señalando las inmensidades de la arena revuelta por el viento, y aseguraba que el Bicho era un fantasma que aullaba en el viento, llorando como lloran las foquitas cuando las focas mueren a palos.
Más de un jinete fue espantado por el Bicho, mala sombra que brincaba como rana trotando a la par del caballo, y más de un pescador quedó sin palabras ni pescados cuando el Bicho emergió entre las olas y rompió las redes a manotazos. Un día, al amanecer, el Bicho apareció a la entrada del pueblo, en forma de niño, recorrió las casas, hizo preguntas raras y a la caída del sol se perdió en la mar, sin dejar tras de sí nada más que unas enormes huellas que serpenteaban en la arena.
Según algunas mujeres, el Bicho les buscaba el cuerpo. Ellos temblaban cuando le escuchaban los pasos que hacían crujir las alfombras de mejillones.
Y así, fue siendo, hasta que el Beco habló. Sin abrir la boca había escuchado todas las historias de las andanzas del Bicho, trago va, trago viene, de pucho en pucho, hasta que una noche, mientras secaba los vasos con el repasador, habló. El Beco era la máxima autoridad civil, militar y eclesiástica del pueblo, de modo que no hubo discusión cuando muy dichamente dijo:
—El Bicho murió. Y dijo:
—Yo lo maté.
El pueblo lo extraña, todavía.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
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