domingo, 11 de marzo de 2018

LA GUERRA


Yo aprendí la guerra de España, veinte años después de la derrota, en Montevideo: en las vinerías, donde los vencidos cantaban, abrazados, sus canciones de las trincheras, y en los cafés, donde se peleaban como si la guerra estuviera ocurriendo. 

Uno de los exiliados, Abraham Guillén, me contaba la guerra en su casa, a la hora del desayuno. El me hablaba del marco geo-político y de las contradicciones tácticas y estratégicas del frente republicano. Después, las batallas ocurrían sobre el mantel. 

Las cucharitas, el azucarero y las tazas de café con leche señalaban las posiciones de los milicianos y las tropas de Franco. Inclinando un cuchillo, Abraham disparaba, y el cañonazo volteaba el tarro de mermelada, rojo de sangre. Los tanques, los vasos, avanzaban rodando y aplastaban las tostadas. Las tostadas crujían. Los aviones de Hitler arrojaban naranjas y panes que estremecían la mesa y provocaban tremendo desparramo entre los escarbadientes, que eran la infantería. Yo escuchaba los truenos de las bombas, la tormenta de la metralla y los aullidos de las víctimas. 

Desde la puerta de la cocina, la mujer de Abraham se secaba las manos con un repasador. Mirando aquella mesa sembrada de cadáveres, meneaba la cabeza y susurraba: 

—Pobrecillos. Pobrecillos.


Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet

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