El cuento zen, aparte de lo que dice, despierta en nosotros sutiles resonancias, abre el camino del eterno Atma.
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Huo-Huan era huérfano de padre. A los trece años era considerado un niño prodigio. Su madre lo adoraba. Todos le auguraban un brillante futuro. Sería, tal como lo exigía la tradición familiar, un gran mandarín, un letrado respetado. El gobernador ya le reservaba un lugar de honor a su lado. Una mañana, mientras iba a clase como de costumbre, se cruzó en la calle con una muchacha de una gran belleza, llamada Ts'ing-Ngo. Se enamoró de ella de modo fulminante, y su vida dio un vuelco. Igual que un barco sorprendido por la tempestad, que cambia bruscamente de rumbo y va a encallar en una orilla desconocida.
Como Huo-Huan se lo pidió con insistencia, su madre inició las gestiones de costumbre ante los padres de la muchacha. Ts'ing-Ngo pertenecía a una familia honorable. Su padre, antiguo intendente del templo, se había retirado a la montaña. Había dejado órdenes. Su hija debía llevar una vida consagrada, no le estaba permitido casarse. Huo, cuando lo supo, cayó en la desesperación. Su pena era tan violenta, tan terrible, que su madre temía por su vida. Una mañana al salir de su casa, perdido en sus pensamientos, tropezó con un transeúnte, un religioso taoísta. Huo se excusó, y el santo varón le respondió con una sonrisa. Llevaba en la mano una pequeña llana, que agitaba ante sí. Huo, maquinalmente, le preguntó:
-¿Por qué lleváis en la mano esta pequeña llana?